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El año de la araña

Las arañas han sido desde siempre un disparador natural del miedo en el cine de terror y la ciencia ficción. Esta semana llegó a las salas un nuevo exponente del género: Sting: araña asesina, de Kiah Roache-Turner.

 

El cine de criaturas magnificadas fue un fenómeno en los años 50, con títulos como Tarántula y The Deadly Mantis cautivando a públicos alrededor del mundo. La ansiedad de enfrentarse a una naturaleza que parecía volverse contra nosotros resultaba escalofriante. Ahora, en 2024, parece que las criaturas están teniendo su renacimiento, y las arañas se llevan todos los aplausos (y los gritos).

Este revival llega a las salas argentinas con Sting: araña asesina, que nos cuenta la historia de Charlotte, una niña que adopta como mascota a una rara especie de araña. Sin embargo, la criatura, bautizada Sting (picadura), comienza a crecer descontroladamente y a sembrar el terror en un edificio, atacando a todos los que se cruzan en su camino.

Dirigida por Kiah Roache-Turner, Sting ofrece múltiples lecturas. Por un lado, encontramos una subtrama de conflictos familiares, donde los personajes femeninos tienen una profundidad notable, mientras que los hombres son inestables y poco confiables, invirtiendo así los arcaicos roles tradicionales. La dinámica entre los residentes del edificio pone en evidencia las tensiones domésticas: una pareja en crisis, la crianza de un bebé, y una niña que ama a un padre incapaz de corresponderle, quien, a su vez, ama a una araña asesina (nadie esperaba a una araña inmiscuida en las problemáticas domésticas).

Por otro lado, Sting conecta con ese cine de serie B que sabe combinar sustos y risas en una misma escena. Desde su secuencia inicial, la película se declara abiertamente lúdica: una anciana, tras escuchar ruidos extraños en su departamento, llama a un servicio de control de plagas. El exterminador que llega no solo se convierte en un alivio cómico, sino que funciona como contrapunto al horror junto con la señora presa del Alzheimer funcionando como dealer de alimento para Sting.

A medida que Sting crece y desata el caos, la heroína de la historia —Charlotte, la misma niña que trajo a la criatura al edificio— se convierte en la encargada de destejer las complejas “telas de araña” que mantienen cautiva a su familia. Sin caer en spoilers, podemos decir que la película ofrece un triunfo de la inocencia, donde aquellos que apenas comienzan a vivir logran liberar a quienes han olvidado cómo hacerlo.

Pensar en Sting: araña asesina en las salas es evocar los mecanismos del cine de criaturas: ese cine de serie B que alguna vez nos enamoró y que hoy vive un merecido revival (véase si no el desenlace de La sustancia, digno de una película de Frank Henenlotter). Este año ha sido excelente para las arañas, con el aclamado estreno de la francesa Vermin: La plaga y, ahora, el cierre perfecto con Sting.

Las arañas, desde siempre, han sido un disparador natural del miedo en el cine de terror y la ciencia ficción. Su apariencia alienígena, sus largas patas y su capacidad para aparecer en los lugares más inesperados alimentan nuestras ansiedades más primitivas. Desde las esquinas de las habitaciones hasta las duchas o los sótanos oscuros, cada vez que una araña se arrastra por la pantalla, sentimos una picadura imaginaria recorriéndonos la piel.

Imprescindibles del cine de arañas incluyen títulos como Tarántula (1955), un clásico que retrata los temores nucleares de la época con una criatura descomunal fruto de la ciencia descontrolada; Kingdom of the Spiders (1977), una invasión masiva de arañas venenosas que pone en jaque a un pequeño pueblo, mezclando horror y crítica ambiental; Aracnofobia (1990), una divertida combinación de comedia y terror que explota el miedo irracional hacia las arañas con gran efectividad; y Possum (2018), una inquietante exploración psicológica donde las arañas se convierten en símbolos del trauma y la represión. Sting se suma ahora a esta lista, consolidándose como una digna representante de un subgénero que nunca pasa de moda.