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El fantasma que somos

Steven Soderbergh, un maestro del cine independiente cuya carrera despegó con la revolucionaria Sex, Lies, and Videotape en 1989, y que ha dejado su huella en éxitos comerciales como Traffic, Solaris y Ocean’s Eleven, nos desafía esta vez con Presencia, una obra de fantasmas minimalista, precisa y poderosa escrita por David Koepp.

 

Presencia es justo lo que necesitamos en tiempos donde el cine con frecuencia exagera en promesas vacías: una película que entrega exactamente lo que propone. Con largos planos secuencia, Soderbergh nos invita a una introspección sin prisa, enfrentándonos a una familia para quienes el horror no es un intruso, sino una presencia interna que acecha sin tregua.

Uno de los recursos más audaces de esta propuesta es el uso de la cámara subjetiva, una técnica que introduce al espectador en la perspectiva de un personaje o, en este caso, del propio fantasma. Un recurso que, en manos menos habilidosas, podría haber caído en el tedio. Sin embargo, el director evita con pericia este escollo, transformándolo en un dispositivo narrativo envolvente. Así, lo que podría haber sido una trampa se convierte en una experiencia inmersiva que amplía nuestra percepción

La película nos sitúa, desde el inicio, solos con la cámara. En poco tiempo entendemos su dinámica y nos unimos emocionalmente a esta “cámara-ojo” que siente con nosotros: teme, huye y llora (tal vez) en sincronía con el espectador. Este lente que cobra vida incluso antes de la aparición de los personajes se erige como nuestro aliado y guía en el relato.

La trama nos presenta a Rebekah (Lucy Liu), su esposo (Chris Sullivan) y sus hijos, quienes, tras mudarse a una nueva casa en los suburbios, comienzan a enfrentarse a fenómenos inexplicables. Chloe (Callina Liang), la hija adolescente, parece ser la única capaz de conectar con la enigmática entidad que los rodea. Marcada por la pérdida reciente de su mejor amiga en un confuso episodio relacionado con drogas —del que la película sugiere más de lo que revela—, Chloe se erige como un alma introspectiva y vulnerable. Por otro lado, Tyler (Eddy Maday), el hijo varón, funciona como su opuesto: el favorito de una madre empeñada en ignorar el dolor y cualquier atisbo de contradicción. Sin embargo, será él quien, al final, asuma un papel que desarma sus propias convicciones.

Lejos de ser una película exclusivamente de terror, Presencia se adentra en el drama familiar —para descontento de aquellos que sienten que el género pierde validez en cuanto no aparecen suficientes sobresaltos— explorando las distintas formas de enfrentar la pérdida. La figura del fantasma no se limita a ser un espectro aterrador; se transforma en una herida abierta que altera profundamente a los personajes. “Está bien ir demasiado lejos por los que querés”, exclama Rebekah, revelando un entramado emocional que conecta a cada miembro de la familia en una mamushka de ocultamientos y negaciones que la película irá revelando, no en todos los casos, muy hábilmente. 

Presencia aborda con valentía temáticas complejas y profundamente humanas: las decisiones que definen la identidad en la adolescencia, las drogas como un refugio peligroso frente al vacío emocional dejado por los adultos, y los secretos que, como sombras persistentes, tienen el poder de destruir o transformar. Con una narrativa que se mueve entre lo sutil y lo perturbador, Soderbergh construye un retrato íntimo y cargado de tensión, donde cada elemento cuenta. 

El desenlace, con una maestría narrativa innegable, cierra un círculo perfecto; pero no lo hace desde la previsibilidad, sino desde una revelación que resuena más allá de la pantalla. Es un final que se siente inevitable y, a la vez, sorprendente, otorgando a la historia una cohesión emocional y simbólica que deja huella. En el mundo de Presencia, el fantasma trasciende su función de espectro para convertirse en el eje que une sacrificio, duelo y redención. Más que un mero recurso del cine de género, se transforma en una alegoría de la familia.

Cuando los créditos llegan a su fin, Presencia no se desvanece; más bien, permanece como un eco persistente, obligándonos a enfrentar esas zonas grises que suelen quedar fuera del encuadre. Entre lo visible y lo oculto, entre lo que decidimos exponer y aquello que guardamos celosamente, la película nos confronta con la carga de lo no resuelto. Porque, en última instancia, Soderbergh no solo crea un relato sobre fantasmas, sino una radiografía sutil de los miedos que, al igual que ellos, se niegan a desaparecer.