Lo más sórdido de la existencia

A 30 años de su estreno, vuelve a las salas Se7en: Pecados capitales, la obra maestra de David Fincher. Una oportunidad imperdible para redescubrir un clásico que redefinió el género del thriller en la pantalla grande.
Luego de la muerte de David Lynch, entre tantos homenajes, circuló la idea de que sin Twin Peaks no hubiera sido posible True Detective. Con su estilo particular, surrealista y ominoso, a su manera sentó las bases del policial de las futuras décadas. Lo cierto es que para resolver dicha ecuación habría que agregar una variable más: Se7en (1995), que se reestrenó remasterizada a treinta años de su estreno, es la otra cara de esa moneda.
Esta película fue el cruce de caminos perfecto entre un director que venía de un traspié en su debut (David Fincher con Alien 3, 1992) y quería probar suerte con un proyecto más autoral; un productor arriesgado (Mike de Luca) dentro de una productora pujante en los noventa (New Line Cinema), y un joven que trabajaba vendiendo discos en Tower Records mientras, en sus ratos libres, escribía guiones (Andrew Kevin Walker).
El argumento es simple: dos detectives –uno a punto de retirarse, el otro novato– se ven enredados en una cadena de asesinatos cuyos eslabones están relacionados con los siete pecados capitales. El asesino se muestra meticuloso, obsesivo, paciente y perfeccionista. El principiante, David Mills (Brad Pitt), es arrogante, violento e impulsivo. Rasgos que terminarán, spoiler alert, cavando su propia fosa. Su compañero, William Somerset (Morgan Freeman), es todo lo contrario: cauto, intelectual y reflexivo.
Pese a varios clichés del género policial, es interesante cómo Fincher los resignifica. Muchos intentaron imitarlo pero nadie logró condensar ese ritmo trepidante y aceitado que logra a lo largo de 127 minutos. Esto se da gracias a actuaciones mesuradas, una atmósfera opresiva de lluvia constante y tonos desaturados producto de la fotografía del iraní Darius Khondji y una banda sonora a cargo del histórico musicalizador de David Cronenberg, Howard Shore, que asfixia al espectador hasta llegar a su punto más alto en la escena final.
Acerca del riesgo que implicó realizar este film, Fincher le contó recientemente a Variety: “La productora Phyllis Carlyle no solo era reacia a los riesgos, sino que creo que al final, cuando vio la película, pensó que era repugnante. Así que estaba bastante claro quiénes eran las personas que estaban del lado de hacer algo tan siniestro, y había suficientes”.
Acerca del guion, Fincher declara en la misma entrevista: “Me encanta la forma en que Andy invitó a la audiencia a completar la imagen, a encontrarse con nosotros más de la mitad del camino, especialmente con la violencia, porque de lo que estábamos hablando era el tipo de cosas que simplemente no querés mostrar a la gente. Y lo que realmente me gustó de esto fue que logró inspirar e incitar a la audiencia. Y luego se lo dejamos a ellos y ellos rellenan los espacios en blanco. No sé si en 2024 se podría abordar la película de la misma manera”.
Es interesante porque en una película donde se narran asesinatos brutales no se abusa del morbo o el golpe bajo (algo que sí se verá en films posteriores como la saga Saw, que directamente exprimió esto bajo el rótulo de torture porn). “Gran parte de mi carrera fue el resultado del día en que me crucé con David Fincher”, declaró, en una entrevista, Andrew Kevin Walker, quien volvió a escribir un guion para él en su último film, The Killer (2023).
La remasterización es realmente notable y se aprecia en la sala. El valor agregado de la experiencia radica en la apreciación de la estética; aquella metamorfosis se luce como nunca antes por medio de los tonos desaturados y subexpuestos pergeñados por la lente de Khondji. Lo mismo ocurre con el sonido: los gritos, las bocinas constantes y los vidrios rotos que atormentan a Somerset durante las noches se perciben mucho más nítidos. También los disparos, como durante la escena de la persecución, una de las más electrizantes, que remiten a films de Michael Mann por su verosimilitud obsesiva.
Volver a Se7en permite observar que es algo más que un film pionero que sentó las bases del policial de los últimos treinta años o la corajeada de un director joven que quería salir de una vez por todas de los videoclips (al respecto, en el video de “Janie´s Got a Gun” de Aerosmith ya se vislumbraba algo de todo lo hecho en Se7en). Hay realmente múltiples capas.
Hay densidad en su vínculo con la literatura, reflexiones morales incómodas desde la gran actuación de Kevin Spacey, que logra volverse un ser inexpresivo y siniestro; o la peculiar subtrama de Tracy, la esposa de Mills, interpretada por una Gwyneth Paltrow de 23 años, quien se debate en torno a la maternidad y a la angustia que la carcome al sentirse prisionera de una ciudad que se parece al lugar más recóndito de Hell’s Kitchen. Por momentos, se vuelve incluso más moderna y profunda que cualquier film promedio de la actualidad.
Se7en, con un pulso de thriller que el propio Fincher revisitó y potenció aún más en Zodiac (2007), sigue funcionando en estos tiempos de algoritmos y discursos efímeros no solo por esa luz al final del túnel que tiene al espectador aferrado hasta el final, sino también porque es un relato que se zambulle en la dimensión más sórdida de la existencia. Porque lo más inquietante no son las muertes, la sangre o las tripas. Lo que más miedo da es, durante el monólogo de John Doe esposado en el patrullero, una duda que parte al medio la quietud del espectador: ¿y si tiene razón?