La cualidad de la simetría

Llega a los cines Stop Making Sense, el mítico concierto de Talking Heads dirigido por Jonathan Demme, remasterizado en 4K por A24 por su 40 aniversario. Un momento histórico por lo que significó para todas las partes implicadas: la banda, el director, el público y las generaciones venideras.
El 17 de mayo de 2024 se publicó en todas las plataformas el disco Everyone’s Getting Involved: A Tribute to Talking Heads’ Stop Making Sense. Un compilado que mostraba en sus filas un arco amplio de músicos con aspiraciones de validación artística, que van desde Miley Cyrus, pasando por The National, Paramore y llegando hasta Lorde, entre otros. En este tributo también estaba Él Mató a un Policía Motorizado haciendo su versión, excelente, por cierto, de la canción “Slippery People”. Lo que nos hace pensar dos cosas. Primero: hay una conexión –un grado de separación– entre Talking Heads y Argentina. Y segundo: este disco pone en descubierto la importancia que todavía tiene la banda y ese disco para un imaginario de rock que quiere ampliar su campo de batalla y no quedarse solamente en la música; siempre se puede ir un paso más allá en la búsqueda y la exploración. Lo que nos conduce a una idea cristalina como el agua más paradisíaca: el rock excede el marco puramente sonoro para volverse una visión y un posicionamiento ante el mundo y su simplicidad, chatura y literalidad. De ahí a considerar la importancia que tiene el reestreno en 4K de la película Stop Making Sense de Jonathan Demme hay un solo paso. Es una obra que todavía tiene mucho para decir a este presente tan distinto al que vio nacer a la banda y a ese trabajo integral (que incluyó disco nuevo, Speaking in Tongues, una gira que montaba un verdadero espectáculo y esta filmación). Pero, bueno, así son los verdaderos clásicos: siempre van creando sus propias reglas de juego en cada momento histórico.
¿Por qué sobrevive y es festejada en nuestros días fugaces y sin memoria una película como Stop Making Sense, que es de 1984? Porque nos muestra a un grupo de personas (desde la banda hasta el director) en estado de gracia (es decir: en la cima de sus capacidades y potencias), y eso siempre es revelador y fascinante sobre la especie humana. Por lo tanto, cuando uno se acerca a una película así está presenciando algo histórico porque nos muestra que la ambición en el arte significa evolucionar en relación con el trabajo colectivo y el mestizaje de influencias. Solo es posible crecer en la mixtura y alejándose lo más posible de la pureza (que todos sabemos que es opresiva).
No es nada fácil filmar un recital. Sobre todo porque siempre se corre el riesgo de generar un efecto de falsedad absoluta respecto de la energía que se vive ahí adentro entre una banda y su público. Por eso mismo, siempre que aparece un recital en una ficción (una película o una serie, pensar en la reciente Cromañón) parece un montaje falso, acartonado, inverosímil. La elección, en ese sentido, de concentrarse puramente en la banda sobre el escenario es un acierto que apunta a decir: esta es la propuesta, esto es lo que tenemos para ofrecer. Y eso que había para ofrecer eran muchísimos elementos (de luces, de contenidos visuales, del vestuario y la perfo elástica de David Byrne, de movimientos en el escenario de todo el grupo, etc.) que se complementaban y ensamblaban con las canciones, que ya en sí mismas eran geniales.
El concepto de experiencia aparece rápidamente en la película porque el movimiento que realiza es de menor a mayor: comienza con David Byrne solo con su guitarra y un grabador ochentoso interpretando “Psycho Killer” (“qu’est-ce que c’est!”) y termina con toda la agrupación explotando en “Crosseyed and Painless”. Entre un punto y otro se van sumando piezas de un puzzle complejo que es la construcción del show como totalidad expansiva de todas las expresiones sonoras, físicas e imaginativas de la banda. Por lo tanto, es un recorrido sensorial en el que se va dosificando cada uno de los condimentos para que sume una capa más de sentido a lo que se venía dando y desplegando. Y todo está hecho pensando también en el equilibrio y la valoración perfecta de todos los materiales. Es como si de algún modo dijeran que para que algo funcione y la belleza aparezca hay que encontrar un balance preciso e intuitivo de lo que se quiere conseguir. Para los griegos la belleza no tenía nada que ver con lo estético sino con la cualidad de la distribución, el equilibrio y la simetría.
También es posible pensar a Stop Making Sense como el encuentro entre dos entidades, Jonathan Demme (luego haría El silencio de los inocentes, entre otras maravillas, aunque ya tenía su recorrido) y Talking Heads (que ya estaba cambiando el rock alternativo e indie con obras maestras como Talking Heads: 77, More Songs About Buildings and Food, Fear of Music y Remain in Light), que estaban en camino a dejar su huella en sus respectivos campos y territorios (el cine y la música). Pero, en este punto de colisión, podríamos decir: un choque de algoritmos, que todavía estaban probando los límites –grandísimos– y las extensiones de sus mundos, de sus universos, incluso de sus sueños. De esta manera se trata de la foto de un momento que, hoy lo sabemos y lo podemos comprobar, fue histórico porque lo significó para todas las partes implicadas: la banda, el director, el público y las generaciones venideras.
Una última idea. Stop Making Sense de Jonathan Demme gesta y erige su valor en sí misma, sin importar que se conozca o desconozca lo que hicieron Talking Heads y el director antes y después de este trabajo (algo que cualquier persona razonable solucionaría inmediatamente). En ese aspecto, se refuerza la concepción de clásico moderno: instaura su potencia donde aparece por la radiación de sus materiales, su estilo, su impronta y, por supuesto, su onda magnética. Un clásico es indestructible porque son obras que nos muestran que los humanos todavía podemos llegar a lugares imposibles.