Estrenos

Me voy a comer tu dolor, amiga

En su nueva película, La habitación de al lado, Pedro Almodóvar nos entrega una historia sobre las guerras personales contra enfermedades impiadosas y la forma en que la amistad funciona como último resguardo moral y ético en un mundo que está desapareciendo. 

 

Hay estilo porque hay recurrencias y hay estilo porque hay leves variaciones. Así se construye un mundo: con insistencia y sutiles puntos de fuga para ampliar el campo de batalla. En esa oscilación (grandes repeticiones y pequeñas modificaciones) se delimita un territorio familiar (hacia adentro y hacia un afuera posible). De todas maneras, más allá de las decisiones personales, es el tiempo el factor decisivo que construye las obras y que hacen de alguien (en su particular modo de mirar el mundo y mostrarlo) un objeto de reconocimiento. En este plano, entonces, vale la pena preguntarse lo siguiente: ¿de qué hablamos cuando hablamos del cine de Almodóvar? De un cúmulo de historias intensas pero que jamás se vuelven densas (el humor absurdo salva de la solemnidad), que se encuentran en un punto más allá del drama, pero a la vez más acá del melodrama (es sobre todo un tono, una forma de pararse ante el mundo, que logran sus actores ya que comprenden a la perfección la musicalidad de sus diálogos), donde el universo femenino es explorado hasta sus últimas consecuencias (es un cine, en última instancia, de relaciones humanas) y donde el aspecto cromático es preciosista (y siempre vitalista) pero nunca superficial, y que sirve para configurar una impronta visual que lo caracteriza y se impone como elemento dramático tan importante como todo lo demás (ahí la música tiene un espacio de privilegio). En nueva película, La habitación de al lado, Almodóvar nos entrega un trabajo que reflexiona sobre el presente de gente grande que todavía quiere que las cosas tengan sentido pero que también mira hacia atrás sin rencor. Como todo gran artista, en cada nuevo trabajo Almodóvar parece estar hablando, también, con su propia obra. Sabemos que alguien es grande porque la sombra de su pasado es tan importante que ahora solo se trata de estar a la altura de un legado, pero sin quedar preso de él, mirando el presente y dando señales del futuro. Fácil de decir y complejísimo de hacer. 

Cuando Martha (una fabulosa Tilda Swinton) le pide a Ingrid (una Julianne Moore que no termina de encajar como “chica Almodóvar” por quedar muy atrapada por el drama sin matices) que la acompañe a morir (“solo tenés que estar en la habitación de al lado, yo me ocupo de todo el resto”, le dice), primero duda y finalmente acepta. Habían perdido el contacto un tiempo (distancia “por cosas de la vida”) y de pronto esta amistad vuelve a encontrar su cauce de cercanía y hermandad en esta situación definitiva. Martha padece un cáncer terminal y ya no quiere más tratamientos para extender una vida sin ningún placer y entregada solamente al dolor, a los calmantes, a la desorientación, a la pérdida de lo que es en esencia. Decide terminar con su vida (compró una pastilla en la “Dark Web”) en una preciosa casa de veraneo que alquiló por un mes, pero necesita que alguien esté cerca. Lo único que no está definido es cuándo se va tomar la pastilla Martha. En esa espera, en ese limbo, en esa incertidumbre respecto del momento en que se le pone fin a una vida transcurre la película. Es llamativo que nunca se pronuncia la palabra “suicidio”, sino que se lo relaciona a la decisión constantemente con la búsqueda de dignidad. Esa es toda una toma de posición frente a cómo, en la actualidad, se decide sobrellevar una enfermedad de este calibre (por lo que le hace al cuerpo de un paciente). Algo que Martha cuestiona constantemente: quienes deciden vivir a toda costa son “héroes”, quienes quieren terminar todo lo más rápido posible son terriblemente cuestionados como “cobardes”. En su libro La enfermedad y sus metáforas, donde abordó su cáncer y luego el texto fue ampliado para hablar del sida, Susan Sontag habla de esto: la forma en la que la sociedad utiliza múltiples recursos lingüísticos (las metáforas) para no enfrentar realmente lo que sucede con un paciente que atraviesa una enfermedad terrible y deshumanizadora. La pregunta es de orden filosófico: ¿siempre hay que vivir, ante cualquier adversidad? 

De un tiempo a esta parte, Almodóvar amplía este cuestionamiento y hace que su cine se pregunte por el sentido de la existencia en un mundo donde la falla es la constante e interminable: la falla de las personas, las fallas del sistema de salud, la falla del planeta (acá es la ecología una emergencia impostergable en la figura de un correcto John Turturro). Y, además, en este contexto que plantea La habitación de al lado, el paso del tiempo logra que Almodóvar se vuelva más reflexivo sobre el lugar del arte en cuanto a la injerencia para lograr cambios efectivos. El desfile de referencias culturales (el final de Virginia Woolf, el cuento “Los muertos” de James Joyce, los cuadros de Edward Hopper) llega para recordar al espectador que estas escritoras (Martha es corresponsal de guerra, Ingrid acaba de publicar una novela) tienen algo que siempre está presente en los personajes de Almodóvar (aunque esta es una adaptación de la novela Cuál es tu tormento de Sigrid Nunez): el matiz (el filtro) a través del cual se percibe lo real. Es así como las obras (los libros, las canciones, las películas) se vuelven parte de la educación sentimental esenciales para afrontar, tolerar y comprender la vida. Las obras como fuentes de conocimiento, las obras como herramientas de pensamientos, las obras como zona poética frente a un mundo deslucido. 

Es notorio todo lo que pierde de sonoridad, cadencia y riqueza musical una película de Almodóvar al ser hablada en inglés. La habitación de al lado logra que se entienda que una esencia, para que se manifieste en toda su magnitud, está en el uso de una lengua propia. Y el inglés es un corrimiento que no derrota a la película, pero sí le da un vuelo un tanto bajo y una rigidez que no parece propio de un cine que siempre encontró en su rítmica de los diálogos un deslizamiento hacia la potencia y el empoderamiento. Sin embargo, (casi) todo lo demás se sostiene: los colores luminosos confrontando un argumento de muerte, los encuadres tallados en buen gusto, la búsqueda de sentido en un momento donde todo parece perdido, el entramado y el tejido de las vinculaciones femeninas, la gloria de la vida en esas obras que nos marcaron y nos mostraron otro camino posible.

Almodóvar solo mejora con la edad porque suma nuevos trucos (sean o no del agrado de todos) para una magia (el cine es una fantasía extrema) que sigue intacta. Tendrá que ver con su amor al cine, que no hace más que acrecentarse y que no hace más que exponerlo como uno de los últimos ejemplares de una especie en extinción: la de quienes dieron su vida para mostrar que la disidencia sigue siendo una utopía posible.